domingo, 24 de junio de 2012

Cuentos chilenos


El alma de la máquina
Baldomero Lillo
La silueta del maquinista con su traje de dril azul se destaca desde el amanecer hasta la noche en lo alto de la plataforma de la máquina. Su turno es de doce horas consecutivas.
Los obreros que extraen de los ascensores los carros de carbón míranlo con envidia no exenta de encono. Envidia, porque mientras ellos abrasados por el sol en el verano y calados por las lluvias en el invierno forcejean sin tregua desde el brocal del pique hasta la cancha de depósito, empujando las pesadas vagonetas, él, bajo la techumbre de zinc no da un paso ni gasta más energía que la indispensable para manejar la rienda de la máquina.
Y cuando, vaciado el mineral, los tumbadores corren y jadean con la vaga esperanza de obtener algunos segundos de respiro, a la envidia se añade el encono, viendo cómo el ascensor los aguarda ya con una nueva carga de repletas carretillas, mientras el maquinista, desde lo alto de su puesto, parece decirles con su severa mirada:
-¡Más a prisa, holgazanes, más a prisa!
Esta decepción que se repite en cada viaje, les hace pensar que si la tarea les aniquila, culpa es de aquel que para abrumarles la fatiga no necesita sino alargar y encoger el brazo.
Jamás podrán comprender que esa labor que les parece tan insignificante, es más agobiadora que la del galeote atado a su banco. El maquinista, al asir con la diestra el mango de acero del gobierno de la máquina, pasa instantáneamente a formar parte del enorme y complicado organismo de hierro. Su ser pensante conviértese en autómata. Su cerebro se paraliza. A la vista del cuadrante pintado de blanco, donde se mueve la aguja indicadora, el presente, el pasado y el porvenir son reemplazados por la idea fija. Sus nervios en tensión, su pensamiento todo se reconcentra en las cifras que en el cuadrante representan las vueltas de la gigantesca bobina que enrolla dieciséis metros de cable en cada revolución.
Como las catorce vueltas necesarias para que el ascensor recorra su trayecto vertical se efectúan en menos de veinte segundos, un segundo de distracción significa una revolución más, y una revolución más, demasiado lo sabe el maquinista, es: el ascensor estrellándose, arriba, contra las poleas; la bobina, arrancada de su centro, precipitándose como un alud que nada detiene, mientras los émbolos, locos, rompen las bielas y hacen saltar las tapas de los cilindros. Todo esto puede ser la consecuencia de la más pequeña distracción de su parte, de un segundo de olvido.
Por eso sus pupilas, su rostro, su pensamiento se inmovilizan. Nada ve, nada oye de lo que pasa a su rededor, sino la aguja que gira y el martillo de señales que golpea encima de su cabeza. Y esa atención no tiene tregua. Apenas asoma por el brocal del pique uno de los ascensores, cuando un doble campanillazo le avisa que, abajo, el otro espera ya con su carga completa. Estira el brazo, el vapor empuja los émbolos y silba al escaparse por las empaquetaduras, la bobina enrolla acelerada el hilo del metal y la aguja del cuadrante gira aproximándose velozmente a la flecha de parada. Antes que la cruce, atrae hacia sí la manivela y la máquina se detiene sin ruido, sin sacudidas, como un caballo blando de boca.
Y cuando aún vibra en la placa metálica el tañido de la última señal, el martillo la hiere de nuevo con un golpe seco, estridente a la vez. A su mandato imperioso el brazo del maquinista se alarga, los engranajes rechinan, los cables oscilan y la bobina voltea con vertiginosa rapidez. Y las horas suceden a las horas, el sol sube al cénit, desciende; la tarde llega, declina, y el crepúsculo, surgiendo al ras del horizonte, alza y extiende cada vez más a prisa su penumbra inmensa.
De pronto un silbido ensordecedor llena el espacio. Los tumbadores sueltan las carretillas y se yerguen briosos. La tarea del día ha terminado. De las distintas secciones anexas a la mina salen los obreros en confuso tropel. En su prisa por abandonar los talleres se chocan y se estrujan, mas no se levanta una voz de queja o de protesta: los rostros están radiantes.
Poco a poco el rumor de sus pasos sonoros se aleja y desvanece en la calzada sumida en las sombras. La mina ha quedado desierta.
Sólo en el departamento de la máquina se distingue una confusa silueta humana. Es el maquinista. Sentado en su alto sitial, con la diestra apoyada en la manivela, permanece inmóvil en la semioscuridad que lo rodea. Al concluir la tarea, cesando bruscamente la tensión de sus nervios, se ha desplomado en el banco como una masa inerte.
Un proceso lento de reintegración al estado normal se opera en su cerebro embotado. Recobra penosamente sus facultades anuladas, atrofiadas por doce horas de obsesión, de idea fija. El autómata vuelve a ser otra vez una criatura de carne y hueso que ve, que oye, que piensa, que sufre.
El enorme mecanismo yace paralizado. Sus miembros potentes, caldeados por el movimiento, se enfrían produciendo leves chasquidos. Es el alma de la máquina que se escapa por los poros del metal, para encender en las tinieblas que cubren el alto sitial de hierro, las fulguraciones trágicas de una aurora toda roja desde el orto hasta el cénit.
FIN
Subsole, 1907
 
TRÍPTICO DEL AFUERINO
1. Hambre (fragmentos)
 GUILLERMO BLANCO
EL AFUERINO miró con simpatía el caprichoso desparramo de pueblo que se acurrucaba a sus pies: casas construidas esquivando las colinas o aferradas a sus lomajes, unos sauces donde quisieron crecer sauces, eucaliptos donde les dio la gana de asomar a los eucaliptos, tal o cual álamo en los lugares en que los álamos se les antojó parar el dedo contra el cielo. Y muros de adobe con carcoma de tiempo, de lluvia, de chiquillos jodidos. Ventanas dormilonas, vueltas a la amable monotonía de las calles cubiertas de polvo. Tejas. Tejas viejas, añejas, pellejas.
     Una iglesia, una escuela, un almacén. Y el estero infaltable, con su infaltable, increíble puente de troncos. Hasta un remedo de plaza, tan cansada y tan noble y tan llena de paz como el resto. Y cerros, por todos lados.
     Comenzó el hombre a marchar camino abajo, bebiendo imágenes de zarzamoras y pidenes, de gallinas, de patos, de quietas aguas estancadas. Y luego de niños curiosos, de mujeres esquivas, de hombres impasibles. Algún perro salió a ladrarle y su ladrido se tornó sonrisa del rabo al acercarse a la cordialidad del forastero.
     Era pequeño el pueblo. Entrando en él, ese rostro de universalidad vernácula que mostraba a primera vista cobraba carácter. Se individualizaba. Cada casa adquiría rasgos propios y dejaba de ser la casa lugareña. La iglesia era esta iglesia, con su campa­nario torcido y su cristo sin color, más víctima del sol y las tormentas que de los sayones evangélicos. y la escuela. ¿Qué otra tenía en la puerta esta mal trazada y peor borrada caricatura, bajo la cual se leía -con las eses al revés, naturalmente- "el señor Escovedo"?
     Sonrió el afuerino, imaginando la ira del señor Escobedo, y sus vanos esfuerzos por raspar la hurla indeleble. Sería el maestro. Porque aquí no podía haber alcalde. Y de dónde sacar más señores, en un radio tan menudo.
     Un segundo perro se aproximó al visitante, a la disimulada. Tenía ojos buenos y una chasca invero­símil. El hombre le mostraba la mano para que se la oliera: somos amigos. Lo acarició de a poco. Recelaba el animal, sin querer. Quería ser amigo, y al fin, entregándose, refregó su mugre contra el polvo que cubría los pantalones del afuerino, Somos amigos.
     Lo siguió.
     Era alto el afuerino, y muy delgado. Su paso, a medida que se adentraba por la calleja, perdía firmeza sutilmente, como si lo cogiera una extraña suerte de ebriedad. En dos o tres ocasiones se detuvo, fingiendo que miraba este rasguño de muro, ese eucalipto, aquella puerta. A cada minuto, su rostro parecía tornarse más, más pálido, y su respiración más trabajosa.
     Una gallina que lo vio venir cloqueó su espanto, cual si la presencia del forastero obedeciese al propósito exclusivo de agredirla. Huyó a perderse, profiriendo quizás qué pelambres y meneando la cabeza de izquierda a derecha, para grabarse en ambos ojos la estampa amenazadora.
     El crujir de una carreta y el silbido del carretero irrumpieron, con mezcla de añosa fatiga y alegría, en la tranquilidad de la hora. (...)
     El perro se había quedado enredado en algún poste, y pareció que ya no iba a seguirlo. El conti­nuó andando, vacilante. Llegó a la plaza, árida de polvo y hierbas secas; pero curiosamente acogedora: sombra de eucaliptos y maitenes, y una acequia (...)
     Se sentó en el suelo -no había escaños- y apoyó, lento, casi fruicioso, la espalda contra un tronco. Una como niebla rara le emborronó las imágenes, que daban vueltas ebrias en su retina. El tiempo se le arremansó adentro. Cerró los ojos, un segundo, una hora, dos. ¿Cuántas horas? ¿Cuánto rato? El hambre turbaba su semisueño. (...)
     Junto a él, el perro se había echado y dormitaba, como si eso fuera lo natural. Como si no hubiera nacido para otra cosa que para adoptar a un hombre, ahijarlo y vigilar a su lado. Una neblina distinta le cubrió las pupilas.
     -Vamos- se dijo, y le extrañó que el llamado interno emergiera con voz.
     El animal respondió en el acto, irguiendo las orejas.
     Levantóse el afuerino con esfuerzo. Había empe­zado a oscurecer. (...)
     Echó a andar para cualquier lado, y le sorprendió ver que lograba hacerlo con cierta dignidad. No había nada. Las casas, que al llegar se vieran tan inocentes, tan niñas, tan inofensivamente típicas, semejaban haber cobrado una adustez poco menos que hostil. Puertas herméticas, ventanas herméticas, muros, muros, muros. Se detuvo. Torció por una esquina, y allá, a una interminable cuadra de distan­cia, divisó la sonrisa de una luz que se encendía.
     Fue acercándose. Oyó voces. Alguien pedía una caña. Sería la cantina. En fin.
(...) Por hacer algo, acarició la chasca del perro, cual si dijera: Tengo amigos: soy. Dos hombres bebían, sentados a una mesa. El cantinero fingió afanarse con vasos y botellas, y le observaba de reojo. Una muchacha apareció por la puerta del fondo: primer rostro abierto, sin postigos de recelo. La encontró hermosa, aunque tal vez no fuera hermosa.
    -¿Qué se le ofrece? -preguntó, acercándose.
    El afuerino buscó apoyo en el mesón. Llegaba un olorcito grato de asado, que le hirió las entrañas.
    (...)
    -Quisiera algo de comer.
   -Sí. ¿Se sienta?
    -Gracias... Eh...
    La mirada de la muchacha lo alentaba.
    -No tengo plata -explicó-. Le pagaría mañana.
    La vio turbarse.
   -Vaya trabajar con don Viterbo -añadió, doliéndole el ruego que había en su tono.
    De nuevo las cosas se le nublaron ante la vista, y sintió que se iba, se iba. (...)
    -Un momentito -la oyó murmurar, al cabo de algunos instantes.
    Y fue, rápida al extremo del mesón donde el cantinero continuaba puliendo vasos hasta lo invero­símil. El afuerino escuchó el diálogo desde una distancia sin medida.
    -Quiere algo de comer.
    -Claro. Y anda sin plata.
    -Sí.
    -Que coma en otra parte.
    -¿Quién le va a fiar?
    -Qué sé yo, puh.
    -Dice que paga mañana. Está trabajando donde Viterbo.
    -Eso era: mañana.
    -Está muerto de hambre el pobre.
    El pobre. La palabra fue un fustazo. -¿Y si no paga?
    -Pago yo. Va a pagar.
    -¿Pagah tú?
    -Sí. Pero va a pagar.
    -Bueno. Dale algo.
   (...) la muchacha fue al interior y regresó con un plato de asado, humeante. No le había preguntado qué quería: a buen hambre...
    -Servido -dijo.
    El afuerino no respondió. Había cerrado los ojos nuevamente, y su cara, intensamente pálida, se apretaba como un puño.
     -Gracias -articuló.
     Pero ella supo que no había terminado la frase. Tal vez pediría algo más.
    -Gracias -repitió el forastero abriendo los ojos, cual si ya hubiera encontrado fuerzas para observar la comida.
     Miró en torno. El perro husmeaba a sus pies, alzaba la cabeza, pidiendo sin pudor. El no tenía dignidad que salvar. Lento, el hombre cogió el plato y lo depositó en el suelo. Contempló cómo el animal devoraba la carne con esa naturalidad terrible y simple de los animales. No movía siquiera la cola. Lo palmoteó en el lomo cuando hubo terminado.
    -Estaba hambriento el pobre -sonrió. Cargaba el acento en "pobre". En seguida: -Mañana sin falta le pago.
    Y se puso de pie. Se veía más alto que al entrar. Y salió con increíble aplomo hacia la calle, que estaba oscura ya.

2 comentarios:

  1. su blog está precioso, creemos que es muy entretenido y dinámico.. incentiva el interés.

    ResponderEliminar
  2. un blog muy bonito, esta muy entretenido, espero que sigan publicando cosas mas entretenidas :)

    ResponderEliminar