domingo, 24 de junio de 2012

Cuentos chilenos


El alma de la máquina
Baldomero Lillo
La silueta del maquinista con su traje de dril azul se destaca desde el amanecer hasta la noche en lo alto de la plataforma de la máquina. Su turno es de doce horas consecutivas.
Los obreros que extraen de los ascensores los carros de carbón míranlo con envidia no exenta de encono. Envidia, porque mientras ellos abrasados por el sol en el verano y calados por las lluvias en el invierno forcejean sin tregua desde el brocal del pique hasta la cancha de depósito, empujando las pesadas vagonetas, él, bajo la techumbre de zinc no da un paso ni gasta más energía que la indispensable para manejar la rienda de la máquina.
Y cuando, vaciado el mineral, los tumbadores corren y jadean con la vaga esperanza de obtener algunos segundos de respiro, a la envidia se añade el encono, viendo cómo el ascensor los aguarda ya con una nueva carga de repletas carretillas, mientras el maquinista, desde lo alto de su puesto, parece decirles con su severa mirada:
-¡Más a prisa, holgazanes, más a prisa!
Esta decepción que se repite en cada viaje, les hace pensar que si la tarea les aniquila, culpa es de aquel que para abrumarles la fatiga no necesita sino alargar y encoger el brazo.
Jamás podrán comprender que esa labor que les parece tan insignificante, es más agobiadora que la del galeote atado a su banco. El maquinista, al asir con la diestra el mango de acero del gobierno de la máquina, pasa instantáneamente a formar parte del enorme y complicado organismo de hierro. Su ser pensante conviértese en autómata. Su cerebro se paraliza. A la vista del cuadrante pintado de blanco, donde se mueve la aguja indicadora, el presente, el pasado y el porvenir son reemplazados por la idea fija. Sus nervios en tensión, su pensamiento todo se reconcentra en las cifras que en el cuadrante representan las vueltas de la gigantesca bobina que enrolla dieciséis metros de cable en cada revolución.
Como las catorce vueltas necesarias para que el ascensor recorra su trayecto vertical se efectúan en menos de veinte segundos, un segundo de distracción significa una revolución más, y una revolución más, demasiado lo sabe el maquinista, es: el ascensor estrellándose, arriba, contra las poleas; la bobina, arrancada de su centro, precipitándose como un alud que nada detiene, mientras los émbolos, locos, rompen las bielas y hacen saltar las tapas de los cilindros. Todo esto puede ser la consecuencia de la más pequeña distracción de su parte, de un segundo de olvido.
Por eso sus pupilas, su rostro, su pensamiento se inmovilizan. Nada ve, nada oye de lo que pasa a su rededor, sino la aguja que gira y el martillo de señales que golpea encima de su cabeza. Y esa atención no tiene tregua. Apenas asoma por el brocal del pique uno de los ascensores, cuando un doble campanillazo le avisa que, abajo, el otro espera ya con su carga completa. Estira el brazo, el vapor empuja los émbolos y silba al escaparse por las empaquetaduras, la bobina enrolla acelerada el hilo del metal y la aguja del cuadrante gira aproximándose velozmente a la flecha de parada. Antes que la cruce, atrae hacia sí la manivela y la máquina se detiene sin ruido, sin sacudidas, como un caballo blando de boca.
Y cuando aún vibra en la placa metálica el tañido de la última señal, el martillo la hiere de nuevo con un golpe seco, estridente a la vez. A su mandato imperioso el brazo del maquinista se alarga, los engranajes rechinan, los cables oscilan y la bobina voltea con vertiginosa rapidez. Y las horas suceden a las horas, el sol sube al cénit, desciende; la tarde llega, declina, y el crepúsculo, surgiendo al ras del horizonte, alza y extiende cada vez más a prisa su penumbra inmensa.
De pronto un silbido ensordecedor llena el espacio. Los tumbadores sueltan las carretillas y se yerguen briosos. La tarea del día ha terminado. De las distintas secciones anexas a la mina salen los obreros en confuso tropel. En su prisa por abandonar los talleres se chocan y se estrujan, mas no se levanta una voz de queja o de protesta: los rostros están radiantes.
Poco a poco el rumor de sus pasos sonoros se aleja y desvanece en la calzada sumida en las sombras. La mina ha quedado desierta.
Sólo en el departamento de la máquina se distingue una confusa silueta humana. Es el maquinista. Sentado en su alto sitial, con la diestra apoyada en la manivela, permanece inmóvil en la semioscuridad que lo rodea. Al concluir la tarea, cesando bruscamente la tensión de sus nervios, se ha desplomado en el banco como una masa inerte.
Un proceso lento de reintegración al estado normal se opera en su cerebro embotado. Recobra penosamente sus facultades anuladas, atrofiadas por doce horas de obsesión, de idea fija. El autómata vuelve a ser otra vez una criatura de carne y hueso que ve, que oye, que piensa, que sufre.
El enorme mecanismo yace paralizado. Sus miembros potentes, caldeados por el movimiento, se enfrían produciendo leves chasquidos. Es el alma de la máquina que se escapa por los poros del metal, para encender en las tinieblas que cubren el alto sitial de hierro, las fulguraciones trágicas de una aurora toda roja desde el orto hasta el cénit.
FIN
Subsole, 1907
 
TRÍPTICO DEL AFUERINO
1. Hambre (fragmentos)
 GUILLERMO BLANCO
EL AFUERINO miró con simpatía el caprichoso desparramo de pueblo que se acurrucaba a sus pies: casas construidas esquivando las colinas o aferradas a sus lomajes, unos sauces donde quisieron crecer sauces, eucaliptos donde les dio la gana de asomar a los eucaliptos, tal o cual álamo en los lugares en que los álamos se les antojó parar el dedo contra el cielo. Y muros de adobe con carcoma de tiempo, de lluvia, de chiquillos jodidos. Ventanas dormilonas, vueltas a la amable monotonía de las calles cubiertas de polvo. Tejas. Tejas viejas, añejas, pellejas.
     Una iglesia, una escuela, un almacén. Y el estero infaltable, con su infaltable, increíble puente de troncos. Hasta un remedo de plaza, tan cansada y tan noble y tan llena de paz como el resto. Y cerros, por todos lados.
     Comenzó el hombre a marchar camino abajo, bebiendo imágenes de zarzamoras y pidenes, de gallinas, de patos, de quietas aguas estancadas. Y luego de niños curiosos, de mujeres esquivas, de hombres impasibles. Algún perro salió a ladrarle y su ladrido se tornó sonrisa del rabo al acercarse a la cordialidad del forastero.
     Era pequeño el pueblo. Entrando en él, ese rostro de universalidad vernácula que mostraba a primera vista cobraba carácter. Se individualizaba. Cada casa adquiría rasgos propios y dejaba de ser la casa lugareña. La iglesia era esta iglesia, con su campa­nario torcido y su cristo sin color, más víctima del sol y las tormentas que de los sayones evangélicos. y la escuela. ¿Qué otra tenía en la puerta esta mal trazada y peor borrada caricatura, bajo la cual se leía -con las eses al revés, naturalmente- "el señor Escovedo"?
     Sonrió el afuerino, imaginando la ira del señor Escobedo, y sus vanos esfuerzos por raspar la hurla indeleble. Sería el maestro. Porque aquí no podía haber alcalde. Y de dónde sacar más señores, en un radio tan menudo.
     Un segundo perro se aproximó al visitante, a la disimulada. Tenía ojos buenos y una chasca invero­símil. El hombre le mostraba la mano para que se la oliera: somos amigos. Lo acarició de a poco. Recelaba el animal, sin querer. Quería ser amigo, y al fin, entregándose, refregó su mugre contra el polvo que cubría los pantalones del afuerino, Somos amigos.
     Lo siguió.
     Era alto el afuerino, y muy delgado. Su paso, a medida que se adentraba por la calleja, perdía firmeza sutilmente, como si lo cogiera una extraña suerte de ebriedad. En dos o tres ocasiones se detuvo, fingiendo que miraba este rasguño de muro, ese eucalipto, aquella puerta. A cada minuto, su rostro parecía tornarse más, más pálido, y su respiración más trabajosa.
     Una gallina que lo vio venir cloqueó su espanto, cual si la presencia del forastero obedeciese al propósito exclusivo de agredirla. Huyó a perderse, profiriendo quizás qué pelambres y meneando la cabeza de izquierda a derecha, para grabarse en ambos ojos la estampa amenazadora.
     El crujir de una carreta y el silbido del carretero irrumpieron, con mezcla de añosa fatiga y alegría, en la tranquilidad de la hora. (...)
     El perro se había quedado enredado en algún poste, y pareció que ya no iba a seguirlo. El conti­nuó andando, vacilante. Llegó a la plaza, árida de polvo y hierbas secas; pero curiosamente acogedora: sombra de eucaliptos y maitenes, y una acequia (...)
     Se sentó en el suelo -no había escaños- y apoyó, lento, casi fruicioso, la espalda contra un tronco. Una como niebla rara le emborronó las imágenes, que daban vueltas ebrias en su retina. El tiempo se le arremansó adentro. Cerró los ojos, un segundo, una hora, dos. ¿Cuántas horas? ¿Cuánto rato? El hambre turbaba su semisueño. (...)
     Junto a él, el perro se había echado y dormitaba, como si eso fuera lo natural. Como si no hubiera nacido para otra cosa que para adoptar a un hombre, ahijarlo y vigilar a su lado. Una neblina distinta le cubrió las pupilas.
     -Vamos- se dijo, y le extrañó que el llamado interno emergiera con voz.
     El animal respondió en el acto, irguiendo las orejas.
     Levantóse el afuerino con esfuerzo. Había empe­zado a oscurecer. (...)
     Echó a andar para cualquier lado, y le sorprendió ver que lograba hacerlo con cierta dignidad. No había nada. Las casas, que al llegar se vieran tan inocentes, tan niñas, tan inofensivamente típicas, semejaban haber cobrado una adustez poco menos que hostil. Puertas herméticas, ventanas herméticas, muros, muros, muros. Se detuvo. Torció por una esquina, y allá, a una interminable cuadra de distan­cia, divisó la sonrisa de una luz que se encendía.
     Fue acercándose. Oyó voces. Alguien pedía una caña. Sería la cantina. En fin.
(...) Por hacer algo, acarició la chasca del perro, cual si dijera: Tengo amigos: soy. Dos hombres bebían, sentados a una mesa. El cantinero fingió afanarse con vasos y botellas, y le observaba de reojo. Una muchacha apareció por la puerta del fondo: primer rostro abierto, sin postigos de recelo. La encontró hermosa, aunque tal vez no fuera hermosa.
    -¿Qué se le ofrece? -preguntó, acercándose.
    El afuerino buscó apoyo en el mesón. Llegaba un olorcito grato de asado, que le hirió las entrañas.
    (...)
    -Quisiera algo de comer.
   -Sí. ¿Se sienta?
    -Gracias... Eh...
    La mirada de la muchacha lo alentaba.
    -No tengo plata -explicó-. Le pagaría mañana.
    La vio turbarse.
   -Vaya trabajar con don Viterbo -añadió, doliéndole el ruego que había en su tono.
    De nuevo las cosas se le nublaron ante la vista, y sintió que se iba, se iba. (...)
    -Un momentito -la oyó murmurar, al cabo de algunos instantes.
    Y fue, rápida al extremo del mesón donde el cantinero continuaba puliendo vasos hasta lo invero­símil. El afuerino escuchó el diálogo desde una distancia sin medida.
    -Quiere algo de comer.
    -Claro. Y anda sin plata.
    -Sí.
    -Que coma en otra parte.
    -¿Quién le va a fiar?
    -Qué sé yo, puh.
    -Dice que paga mañana. Está trabajando donde Viterbo.
    -Eso era: mañana.
    -Está muerto de hambre el pobre.
    El pobre. La palabra fue un fustazo. -¿Y si no paga?
    -Pago yo. Va a pagar.
    -¿Pagah tú?
    -Sí. Pero va a pagar.
    -Bueno. Dale algo.
   (...) la muchacha fue al interior y regresó con un plato de asado, humeante. No le había preguntado qué quería: a buen hambre...
    -Servido -dijo.
    El afuerino no respondió. Había cerrado los ojos nuevamente, y su cara, intensamente pálida, se apretaba como un puño.
     -Gracias -articuló.
     Pero ella supo que no había terminado la frase. Tal vez pediría algo más.
    -Gracias -repitió el forastero abriendo los ojos, cual si ya hubiera encontrado fuerzas para observar la comida.
     Miró en torno. El perro husmeaba a sus pies, alzaba la cabeza, pidiendo sin pudor. El no tenía dignidad que salvar. Lento, el hombre cogió el plato y lo depositó en el suelo. Contempló cómo el animal devoraba la carne con esa naturalidad terrible y simple de los animales. No movía siquiera la cola. Lo palmoteó en el lomo cuando hubo terminado.
    -Estaba hambriento el pobre -sonrió. Cargaba el acento en "pobre". En seguida: -Mañana sin falta le pago.
    Y se puso de pie. Se veía más alto que al entrar. Y salió con increíble aplomo hacia la calle, que estaba oscura ya.

Mitos y leyendas del sur chileno

La mula blanca
En las noches negras, como en las noches claras, se ve una mula blanca que aparece por sobre la caída del agua en la cueva de los Pincheira.
Es señal de quien busca el tesoro de los Pincheira está en la ruta segura. Para quien la encuentra en el camino, por la ruta del Renegado, es mala suerte y no encontrará el tesoro. El ánima de los Pincheira envía a la mula blanca para espantar a quienes buscan el tesoro.


La laguna de "Las tres Pascualas"
A final del siglo XVIII, tres muchachas llamadas Pascuala iban a lavar ropa a una laguna, como en aquellos tiempos lo hacían casi todas las mujeres pobres de la ciudad. Era realmente un espectáculo pintoresco y lleno de vida el que ofrecían esas hileras de mujeres que en la mañana y en la tarde iban a lavar a la laguna.
Cuando llegaba la tarde, o mejor dicho a la oración, emprendían el camino de regreso a sus hogares. La mayoría eran lavanderas de profesión, como las tres Pascualas.
Caminaban con sus grandes atados de ropa que llevaban generalmente sobre sus cabezas. A menudo marchaban cantando o conversando en alta voz. Era agradable el cuadro multicolor que ofrecía la laguna con la ropa de distintos colores que flotaba al viento o estaba tendido sobre las ramas y que se distinguía desde lejos. 
Una tarde, cuando otras compañeras llegaron hasta la laguna, encontraron flotando los cadáveres de las tres Pascualas. ¿Cuál fue la causa de esta desgracia? Se asomaron tanto al agua que cayeron y no pudieron salir, perecieron de este modo.

El perro con cadena de oro
En el cañon (una parte del pueblo de Angol), en una humilde casita vive un matrimonio y todas las noches se les aparece en sus habitaciones un hermoso perro negro con cadena de oro y ojos relucientes como fuego. Este animal se acercaba a él y trataba de llevarlo al patio de la casa, lo que él nunca hizo por temor a morir en el año, porque el perro venía a anunciarle un entierro.

El diablo en la isla Teja
En Valdivia, en la isla Teja, existió un distinguido industrial del cual se hacían lenguas que había logrado su fortuna favorecido por el diablo.
Entre sus negocios florecientes estaba una fábrica de cerveza, famosa por su calidad y cuyas botellas ostentaban un etiqueta que lucía un diablo con cara astuta y sinvergüenza a horcajadas en un barril.
El pacto que tenía con el Maligno consistía en que este durante la noche era el que fabricaba la cerveza; mas un día que el industrial no le cumplió una promesa, dio una fuerte patada en la tierra y huyó. Nunca más le fabricó el rubio líquido.

El Tacán 
Tacán es un personaje porfiado, caprichoso, que es brujo y ladrón, a quien se castiga hasta dejarlo medio muerto; pero luego se repone y vuelve a las andadas. Es una especie de Pedro Urdemales chilote.

El Lucerna
Es un barco fantasma que recorre los mares de Chiloé, este barco es grande como el mundo. Para pasearlo de popa a proa, se parte siendo niño y se llega a la ancianidad.

El grito del Uncao
Es un pájaro invisible y desconocido. En el bosque, su graznido aterra a los caballos. Si grita a la derecha, buen augurio. Pero si lo hace a la izquierda, el mal acecha.


La virgen de los hielos
En el continente blanco y de la muerte, alguien  vive. Sus habitantes se agitan, teniendo por medio al hielo y la soledad. 
Desde su centro se expresa eternamente con el frío en forma despiadada y feroz. En la Antártica, se apoderan de los hombres, los pensamientos obsesionantes y los terrores, es el abrazo de la Virgen de las nieves que domina entre el viento y la nieve.
El hombre, frente a un medio totalmente distinto al propio, reacciona de manera increíble, padeciendo las más absurdas dificultades. Empieza a perder la vivacidad. El silencio, la hosquedad, tristeza muda como de roca y finalmente, el aullido lastimero que da rienda suelta a su desequilibrio provocado por el ambiente. 
Librado de los brazos de la Virgen de los hielos, vuelve a su normalidad o anormalidad latente desatada con el medio.

Mitos y leyendas del centro chileno

La laguna del Toro
En el sitio llamado Cajón de Riecillos, en Río Blanco, Los Andes, está la pequeña laguna a la que llaman Laguna del Toro, porque en su fondo hay un toro cuyo bramido se siente una vez al año.
Esa noche que se oye el bramido, el toro emerge a la superficie, llevando sobre su lomo a una reina. El toro recorre toda la superficie de la laguna y luego se sumerge. Sale una sola noche en el año, pero nunca se sabe cuál será esa noche. El que ve o mira al toro muere inmediatamente.

La Piedra feliz
Era un peñon enclavado en las Torpederas, balneario de Valparaíso. Por muchos años los aburridos de la vida, los descontentos, los enamorados desencontrados, se despedían de sus vidas para siempre lanzándose desde lo alto al mar.
Toda una época señala a la Piedra feliz, como la piedra de los infelices. Se suicidaban parejas, hombres o mujeres, ancianos, enfermos, abandonados.
Al pie de la roca, ramazones de algas se extendían y distendían como tentáculos de pulpos gigantes y se contaba que los suicidas erguían la cabeza entre estas plantas como incitando a lanzarse a las almas torturadas.
La Cuca Negra
Es un ave que vuela de noche y cuando vuela en las noches de luna, si tan sólo su sombra toca a una persona, ésta muere antes de cumplirse un año. Su grito, que asemeja al relincho, rebuzno de la mula, si lo lanza sobre una casa, muere al poco tiempo un morador de ella.


Carcancho
Es un hombre cubierto de pelos que se alimenta de tubérculos y camina incansablemente por la nieve. Lo han seguido sin lograr darle alcance; sólo quedan sus descomunales pisadas impresas en la nieve.


La mujer larga
En el cementerio de Paredones sale a las doce de la noche una mujer muy larga. Cuando alguien se le acerca, se achica y le crujen las enaguas. Al primer canto del gallo, vuelve a su sepultura.


La Piedra de los enamorados
a) Constitución, entre sus piedras, tiene la Piedra de los enamorados, roca que atrae a las jóvenes parejas.
La roca muestra en su interior dos perfiles, el del hombre y el de la mujer, consecuencia de un maleficio. Los enamorados fueron convertidos en piedra.
b) Esta roca tiene propiedades casamenteras. Basta que las parejas pasen bajo su imponente arco, para que se casen antes de un año. Estas parejas tienen numerosa y robusta familia y la felicidad los protege eternamente.


El Pihuchén
a) En Palmilla, el Pihuchén es un lagarto con alas, que se alimenta con sangre de animales, de preferencia de corderos. Sale sólo de noche dejando huellas de sangre; en el día permanece encerrado en los huecos de los árboles. Su presencia se nota porque grita como pidén.
b) En Colbún, el Pihuchén es un pedazo de culebrón que vive en las montañas, especialmente en los huecos de los árboles; se forma de las colas que les cortan a los culebrones y se alimenta con la sangre que le bebe al ganado.

Más mitos y leyendas en:
http://www.icarito.cl/herramientas/despliegue/galerias/2010/04/375-63-7-mitos-y-leyendas-de-chile.shtml


Mitos y leyendas del Norte chileno

Aquí hay una selección de mitos y leyendas extraídas de la recopilación hecha por Oreste Plath.

La niña de mis ojos
Una princesa incaica que comenzó a enceguecer fue traída a una laguna enclavada entre los cordones cordilleranos que bajan por los Andes hasta la Pampa del Tamarugal, a tres mil metros, donde se sumergió en sus aguas por varias veces; al poco se notó que recuperaba la vista y los descendientes del Inca llamaron al lugar "Mamiña", que quiere decir "la niña de mis ojos".
Y Mamiña, durante años, vio llegar caravanas incaicas con el propósito exclusivo de encontrar alivio y remedio en sus aguas.
El estanque de Jasjara
En Jasjara hay un estanque de aguas profundas consideradas maléficas. Está habitado por sirenas, éstas son apariciones. En las noches se oye música indefinible. Si se deja cerca una guitarra desafinada, al día siguiente aparece a punto para ejecutar un concierto.


El Alicanto
Es un pájaro que se alimenta de oro o de plata y cuyas alas fosforecen durante la noche; éstas despiden áureos destellos, si el animal come oro; o argentados, si es goloso de plata. El Alicanto, a causa de sus comidas tan pesadas, no puede volar. Los que divisan un Alicanto en su camino y deciden seguirlo, seguro de que los conducirán a un fin venturoso de fortuna, deben actuar con muchas precauciones para no ser advertidos por el pájaro, por que éste es muy celoso, pliega las alas brillantes si descubre que le persiguen, confundiéndose en las sombras y desorientando al minero avaricioso.
El insecto reloj
Aparece en las alcobas de los enfermos condenados a morir. Denota su presencia haciendo ruidos semejantes al tic-tac de su reloj. El insecto reloj acompaña al enfermo y cuenta con su tic-tac, los minutos que faltan hasta el cese de la vida.
Cuando los enfermos mueren, se les encuentra en la pieza a estos insectos, que son de un color verde, ya sin vida.
El chuviño
Es un duende, es un diablillo y también un mono.
El chuviño en cualquiera de sus formas, siempre trata de desesperar al que hace víctima, por medio de su astucia y la bellaquería.
No hace daño material, sino que le inflige las más terribles humillaciones que ofenden al amor propio. El chuviño ejercita sus artimañas lo mismo entre las personas que entre los animales.
El cerro La Torre
En Salamanca, desde la cumbre del cerro La Torre, se lanzan los brujos a volar la noche de San Juan, para reunirse en las cuevas de Salamanca, ubicadas en el fondo de la quebrada del cerro llamado La Rajadura de Manquehua, donde celebran el aquelarre.

Para buscar más leyendas y mitos, busca en la siguiente página:

Poemas chilenos

Aquí hay algunos poemas de los principales poetas chilenos:

Pablo Neruda

A mis obligaciones

Cumpliendo con mi oficio
piedra con piedra, pluma a pluma,
pasa el invierno y deja
sitios abandonados,
habitaciones muertas:
yo trabajo y trabajo,
debo substituir
tantos olvidos,
llenar de pan las tinieblas,
fundar otra vez la esperanza.

No es para mí sino el polvo,
la lluvia cruel de la estación,
no me reservo nada
sino todo el espacio
y allí trabajar, trabajar,
manifestar la primavera.

A todos tengo que dar algo
cada semana y cada día,
un regalo de color azul,
un pétalo frío del bosque,
y ya de mañana estoy vivo
mientras los otros se sumergen
en la pereza, en el amor,
yo estoy limpiando mi campana,
mi corazón, mis herramientas.

Tengo rocío para todos.
 

Veinte poemas de amor y una canción desesperada


Poema 1

Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos, 

te pareces al mundo en tu actitud de entrega. 
Mi cuerpo de labriego salvaje te socava 
y hace saltar el hijo del fondo de la tierra. 

Fui solo como un túnel. De mí huían los pájaros 
y en mí la noche entraba su invasión poderosa. 
Para sobrevivirme te forjé como un arma, 
como una flecha en mi arco, como una piedra en mi honda. 

Pero cae la hora de la venganza, y te amo. 
Cuerpo de piel, de musgo, de leche ávida y firme. 
Ah los vasos del pecho! Ah los ojos de ausencia! 
Ah las rosas del pubis! Ah tu voz lenta y triste! 

Cuerpo de mujer mía, persistiré en tu gracia. 
Mi sed, mi ansia sin límite, mi camino indeciso! 
Oscuros cauces donde la sed eterna sigue, 
y la fatiga sigue, y el dolor infinito.

Gabriela Mistral
 

Amo amor


Anda libre en el surco, bate el ala en el viento, 
late vivo en el sol y se prende al pinar. 
No te vale olvidarlo como al mal pensamiento: 
¡le tendrás que escuchar! 

Habla lengua de bronce y habla lengua de ave, 
ruegos tímidos, imperativos de mar. 
No te vale ponerle gesto audaz, ceño grave: 
¡lo tendrás que hospedar! 

Gasta trazas de dueño; no le ablandan excusas. 
Rasga vasos de flor, hiende el hondo glaciar. 
No te vale decirle que albergarlo rehúsas: 
¡lo tendrás que hospedar! 

Tiene argucias sutiles en la réplica fina, 
argumentos de sabio, pero en voz de mujer. 
Ciencia humana te salva, menos ciencia divina: 
¡le tendrás que creer! 

Te echa venda de lino; tú la venda toleras. 
Te ofrece el brazo cálido, no le sabes huir. 
Echa a andar, tú le sigues hechizada aunque vieras 
¡que eso para en morir!

 

Piececitos


Piececitos de niño, 
azulosos de frío, 
¡cómo os ven y no os cubren, 
Dios mío! 

¡Piececitos heridos 
por los guijarros todos, 
ultrajados de nieves 
y lodos! 

El hombre ciego ignora 
que por donde pasáis, 
una flor de luz viva 
dejáis; 

que allí donde ponéis 
la plantita sangrante, 
el nardo nace más 
fragante. 

Sed, puesto que marcháis 
por los caminos rectos, 
heroicos como sois 
perfectos. 

Piececitos de niño, 
dos joyitas sufrientes, 
¡cómo pasan sin veros 
las gentes!

Vicente Huidobro 

Para llorar

Es para llorar que buscamos nuestros ojos
Para sostener nuestras lágrimas allá arriba
En sus sobres nutridos de nuestros fantasmas
Es para llorar que apuntamos los fusiles sobre el día
Y sobre nuestra memoria de carne
Es para llorar que apreciamos nuestros huesos y a la muerte sentada junto a la novia
Escondemos nuestra voz de todas las noches
Porque acarreamos la desgracia
Escondemos nuestras miradas bajo las alas de las piedras
Respiramos más suavemente que el cielo en el molino
Tenemos miedo

Nuestro cuerpo cruje en el silencio
Como el esqueleto en el aniversario de su muerte
Es para llorar que buscamos palabras en el corazón
En el fondo del viento que hincha nuestro pecho
En el milagro del viento lleno de nuestras palabras

La muerte está atornillada a la vida
Los astros se alejan en el infinito y los barcos en el mar
Las voces se alejan en el aire vuelto hacia la nada
Los rostros se alejan entre los pinos de la memoria
Y cuando el vacío está vacío bajo el aspecto irreparable
El viento abre los ojos de los ciegos
Es para llorar para llorar

Nadie comprende nuestros signos y gestos de largas raíces
Nadie comprende la paloma encerrada en nuestras palabras
Paloma de nube y de noche
De nube en nube y de noche en noche
Esperamos en la puerta el regreso de un suspiro
Miramos ese hueco en el aire en que se mueven los que aún no han nacido

Ese hueco en que quedaron las miradas de los ciegos estatuarios
Es para poder llorar es para poder llorar
Porque las lágrimas deben llover sobre las mejillas de la tarde

Es para llorar que la vida es tan corta
Es para llorar que la vida es tan larga

El alma salta de nuestro cuerpo
Bebemos en la fuente que hace ver los ojos ausentes
La noche llega con sus corderos y sus selvas intraducibles
La noche llega a paso de montaña
Sobre el piano donde el árbol brota
Con sus mercancías y sus signos amargos
Con sus misterios que quisiera enterrar en el cielo
La ciudad cae en el saco de la noche
Desvestida de gloria y de prodigios
El mar abre y cierra su puerta
Es para llorar para llorar
Porque nuestras lágrimas no deben separarse del buen camino

Es para llorar que buscamos la cuna de la luz
Y la cabellera ardiente de la dicha
Es la noche de la nadadora que sabe transformarse en fantasma
Es para llorar que abandonamos los campos de las simientes
En donde el árbol viejo canta bajo la tempestad como la estatua del mañana

Es para llorar que abrimos la mente a los climas de impaciencia
Y que no apagamos el fuego del cerebro

Es para llorar que la muerte es tan rápida
Es para llorar que la muerte es tan lenta

NOCHE

Sobre la nieve se oye resbalar la noche
La canción caía de los árboles
Y tras la niebla daban voces

De una mirada encendí mi cigarro

Cada vez que abro los labios
Inundo de nubes el vacío

En el puerto
Los mástiles están llenos de nidos
Y el viento

gime entre las alas de los pájaros

Las Olas Mecen El Navío Muerto

Yo en la orilla silbando

Miro la estrella que humea entre mis dedos
 

 Pablo de Rokha


Genio y figura


yo soy como el fracaso total del mundo, ¡oh, Pueblos!
El canto frente a frente al mismo Satanás,
dialoga con la ciencia tremenda de los muertos,
y mi dolor chorrea de sangre la ciudad.
Aún mis días son restos de enormes muebles viejos,
anoche «Dios» llevaba entre mundos que van
así, mi niña, solos, y tú dices: «te quiero»
cuando hablas con «tu» Pablo, sin oírle jamás.
El hombre y la mujer tienen olor a tumba,
El cuerpo se me cae sobre la tierra bruta
Lo mismo que el ataúd rojo del infeliz.
Enemigo total, aúllo por los barrios,
un espanto más bárbaro, más bárbaro, más bárbaro
que el hipo de cien perros botados a morir.

Soy el hombre casado


Soy el hombre casado, soy el hombre casado que inventó el matrimonio;
varón antiguo y egregio, ceñido de catástrofes, lúgubre;
hace mil, mil años hace que no duermo cuidando los chiquillos y las estrellas desveladas;
por eso arrastro mis carnes peludas de sueño
encima del país gutural de las chimeneas de ópalo.
Dromedario, polvoroso dromedario,
gran animal andariego y amarillo de verdades crepusculares,
voy trotando con mi montura de amores tristes...
Alta y ancha rebota la vida tremenda
sobre mi enorme lomo de toro ;
el pájaro con tongo de lo cuotidiano se sonríe de mis guitarras tentaculares y absortas;
acostumbrado a criar hijos y cantos en la montaña,
degüello los sarcasmos del ave terrible con mis cuchillos inexistentes,
y continúo mis grandes estatuas de llanto;
los pueblos futuros aplauden la vieja chaqueta de verdugo de mis tonadas.
Comparo mi corazón al preceptor de la escuela del barrio,
y papiroteo en las tumbas usadas
la canción oscura de aquel que tiene deberes y obligaciones con lo infinito.
Además van, a orillas mías, los difuntos precipitados de ahora y sus andróginos en aceite ;
los domino con la mirada muerta de mi corbata,
y mi actitud continúa encendiendo las lámparas despavoridas.
Cuando los perros mojados del invierno aúllan, desde la otra vida,
y, desde la otra vida, gotean las aguas,
yo estoy comiendo charqui asado en carbones rumorosos,
los vinos maduros cantan en mis bodegas espirituales ;
sueña la pequeña Winétt, acurrucada en su finura triste y herida,
ríen los niños y las brasas alabando la alegría del fuego,
y todos nos sentimos millonarios de felicidad, poderosos de felicidad,
contentas de la buena pobreza,
y tranquilos,
seguros de la buena pobreza y la buena tristeza que nos torna humildes y emancipados,
...entonces, cuando los perros mojados del invierno aúllan, desde la otra vida...
—Bueno es que el hombre aguante, le digo—,
así le digo al esqueleto cuando se me anda quedando atrás, refunfuñando,
y le pego un puntapié en las costillas.
Frecuentemente voy a comprar avellanas o aceitunas al cementerio,
voy con todos los mocosos, bien alegre,
como un fabricante de enfermedades que se hiciese vendedor de rosas;
a veces encuentro a la muerte meando detrás de la esquina,
o a una estrella virgen con todos los pechos desnudos.
Mis dolores cuarteladas
tienen un ardor tropical de orangutanes; poeta del Occidente,
tengo los nervios mugrientos de fábricas y de máquinas,
las dactilógrafas de la actividad me desparraman la cara trizada de abatimiento,
y las ciudades enloquecieron mi tristeza
con la figura trepidante y estridente del automóvil:
civiles y municipales,
mis pantalones continúan la raya quebrada del siglo;
semejante a una inmensa oficina de notario,
poblada de aburrimiento,
la tinaja ciega de la voluntad llena de moscas.
Un muerto errante llora debajo de mis canciones deshabitadas.
Y un pájaro de pólvora
canta en mis manos tremendas y honorables, lo mismo que el permanganato,
la vieja tonada de la gallina de los huevos azules
 
Nicanor Parra

Último Brindis

Lo queramos o no
sólo tenemos tres alternativas:
el ayer, el presente y el mañana.

Y ni siquiera tres
porque como dice el filósofo
el ayer es ayer
nos pertenece sólo en el recuerdo:
a la rosa que ya se deshojó
no se le puede sacar otro pétalo.

Las cartas por jugar
son solamente dos:
el presente y el día de mañana.

Y ni siquiera dos
porque es un hecho bien establecido
que el presente no existe
sino en la medida en que se hace pasado
y ya pasó...
como la juventud.

En resumidas cuentas
sólo nos va quedando el mañana:
yo levanto mi copa
por ese día que no llega nunca
pero que es lo único
de lo que realmente disponemos.

La Poesía Terminó Conmigo

Yo no digo que ponga fin a nada
no me hago ilusiones al respecto
yo quería seguir poetizando
pero se terminó la inspiración.
La poesía se ha portado bien
yo me he portado horriblemente mal.

Qué gano con decir
yo me he portado bien
la poesía se ha portado mal
cuando saben que yo soy el culpable.

¡Está bien que me pase por imbécil!

La poesía se ha portado bien
yo me he portado horriblemente mal
la poesía terminó conmigo.